Es un hombre silencioso, distante: mi papá es una estrella en un sentido
lamentable. Tiene buenos gestos, y suelen ser los más dolorosos: es el residuo,
lo que le queda, los motivos por los que soy incapaz de odiarlo, de olvidarlo:
mi papá, mal que me pese, es un hombre bueno. Sería más fácil que no lo fuera,
que no tuviera matices: que fuera, sin discusión, un error: que de la suma de
sus actos se pueda deducir, decir que es la maldad o la indiferencia en mayor o
menor grado pero solo eso: alguien indiscutible. Pero no. Mi papá es un hombre
complejo, aunque sus categorías sean tan simples, tan fijas. Mi papá tiene
gestos memorables, pero es incapaz de demostrar afecto.
Pero sonríe: muchas veces sonríe, grita de alegría si está rodeado de
gente y la música está fuerte o si hay que comer postre y alguno de sus hijos o
alguno de los invitados no está a la mesa. Pero desaparece como una sombra
cuando una nube tapa el sol, con ese desinterés, con ese silencio si se le
agotan las ganas de compartir o si se siente muy ajeno, aun en su propia casa:
desaparece sin avisar que va a desaparecer, como si lo importante, lo decisivo
de ese movimiento decisivo no fuera la huida sino su carácter mudo: mi papá no
sería mi papá si no se le diera por escaparse de esa forma.
Si dijera buenas noches, al menos buenos noches o alguna formalidad
similar, si al menos dijera algo, si se le diera por anunciarlo no sería mi
papá: mi papá es ese hombre que se retira sin decir chau, sin decir que se retira,
que sube las escaleras, que se acuesta en su habitación angosta, perdida en el
fondo de la casa, y prende el televisor y no responde los gritos que le
preguntan qué le pasa, qué hace, si se siente bien, si está en el baño, si va a
volver: mi papá es ese hombre que sin querer, con su silencio, con su respuesta
ausente, te obliga a subir a buscarlo aunque no tenga el menor interés en que
subas a buscarlo: si mi papá no fuera mi papá, si fuera otro, si yo fuera otro,
no haría falta subir o no subiría, pero si subo es porque hace falta, porque su
indiferencia me obliga a subir, y porque por algún motivo que no consigo
alcanzar no tolero esa indiferencia ni puedo imitarla: si lo hago, si la imito,
es un sufrimiento, una pequeña erupción que hay que resistir, que hay que
aguantar, que hay que contener. Pero en general no resisto y subo, porque no
contesta, y lo veo arrumbado con la mirada perdida en el televisor, que lo
inunda de luces, y le pregunto: qué pasa, le pregunto, por qué te fuiste. La
naturalidad con la que contesta es sorprendente pero es, sobre todo,
desoladora: detrás de ese no me pasa nada, detrás de esa tranquilidad sin
estridencias ni ampulosidad, detrás de ese tono monótono, sostenido, hay una
frialdad espantosa: no pasa nada es la prueba más bruta de que él confía en que
no hay nada que merezca explicarse o discutirse.
No pasa nada es una educación apoyada en el silencio y la mentira: mi
abuela, a la que no le recuerdo una buena intención, una mano apoyada en la
mejilla de nadie, un tono dulce, una voz que no asustara, crió a sus hijos en
un mundo de secretos, de misterios, de tabúes: mi abuela, más que mi abuelo,
crió a mi papá y a su hermano mayor, mi tío, como si los criara en un mundo en
el que estuvieran prohibidas las preguntas, las dudas, las inflexiones de la
voz, las inseguridades en la personalidad, las fisuras en el respeto por la
heterosexualidad: mi abuela crió a sus hijos como si los preparara para perder,
pero sin saberlo: probablemente sin saberlo. No conozco las motivaciones, las
razones, las situaciones que la llevaron, voluntaria o involuntariamente, a ser
la madre de mi papá: a ser, ahora, a la distancia, la única madre que mi papá
pudo haber tenido: mi papá, supongo, sería ligeramente otro si mi abuela
hubiera conseguido cierto éxito en no ser ella misma.
Tampoco la conozco a ella, no lo suficiente para entender: mi abuela es
una señora canosa a la que vi mucho durante mi infancia, a la que recuerdo
cocinando y moviéndose con una lentitud exagerada para su edad, como si el odio,
la impotencia o su incapacidad para el cariño se le hubiera acumulado en las
articulaciones y la frenara, la obligara a esa velocidad pasmosa: la única
delicadeza que le recuerdo es una mentira, en su ley: si puedo imaginármela con
suavidad, sin muchos ángulos ni rispideces, con las puntas pulidas, es culpa de
la memoria: la veo moviéndose dentro de un líquido espeso que le impide
brusquedades e imprevistos: aun si la imaginara dando un golpe, recorrer la
distancia desde el impulso hasta el impacto le tomaría tanto tiempo que me
aburriría antes de verla terminar la acción. No sé por qué la recuerdo así: tal
vez porque se movía con pesadez, no por pesada sino por anciana, por la
lentitud ganada con los años, por los huesos oxidados, o porque nunca me tomé
el tiempo necesario para recordarla de otra forma, para recordarla mejor, con
una ligereza menos irreal. Mi abuela no era tan vieja ni estaba todavía tan
atrapada por su cuerpo como estaría después. Tal vez esa es la velocidad
natural de los recuerdos.
La voz tampoco tenía caídas tenues ni pendientes: la voz, como ella,
tampoco era blanda ni sedosa: la recuerdo como si hablara con el paladar
penetrado por un bisturí o atravesado por el filo de una tijera que nadie se
ocupó de quitar y el sonido le empezara en ese agujero y le rebotara contra el
metal: como si no fuera un sonido sino un ruido, una interrupción, una
interferencia constante en el fondo de sus palabras, que salían como si las
dijera carraspeando: la voz de mi abuela no era un tobogán sino un potro de
tortura, una vibración inquietante, un dolor inalámbrico. No sé qué hacían o
quiénes fueron sus padres, sus abuelos: qué errores cometieron, que valores se
preocuparon por transmitirle, cuántas veces la desatendieron o la dejaron sin
cenar o la amenazaron con un golpe o la obligaron a hacer lo que no quería o le
impidieron defenderse o se lo permitieron porque sabían que aunque lo
intentara, aunque pataleara como un buzo entrenado, no lograría nada: cuántas
veces le hicieron sentir que la vida, o que al menos la suya, era una piedra
áspera lijando un diente. Si es que le hicieron algo, pero me cuesta suponer
que no lo hayan hecho: mi abuela no fue, y de esto estoy seguro, una mujer tan
inteligente para elegir métodos, para decidir que una manera era mejor que
otra: mi abuela entrenó a sus hijos con la rigurosidad de un campo de
concentración no porque creyera que la flexibilidad no fuera útil sino porque
nunca creyó que la flexibilidad formara parte de un conjunto de opciones.
Mi abuela crió a mi papá y a su hermano mayor, mi tío, con los mismos
modos con que la criaron a ella: con un desapego absoluto por el afecto, la
sensibilidad, las expresiones de alegría, con un cariño especial por los
comentarios de mal gusto, hirientes, sin medida: mi abuela crió a sus hijos
como si sus padres fueran los creadores de la indolencia y le hubieran
encargado una remake de bajo presupuesto: por eso, quizás, debe de haber
flaqueado algunas veces: no por piedad ni porque pensara que estaba siendo
excesiva sino porque el recuerdo de un dolor infantil se le habrá clavado en el
vientre y le habrá hecho perder la mirada en la memoria: por haberse distraído,
entonces, si acaso. No recuerdo a mi abuela sonriendo, y tampoco puedo imaginarla:
siempre tuvo esa expresión, siempre fue, para mí, imperturbable como un mapa:
si alguna vez sonrió, si se tomó el trabajo o le ganó el impulso, no lo hizo
delante mío, o lo hizo tan pocas veces que no llegué a registrarlo o grabarlo,
o fueran tan escasas las ocasiones en relación a los momentos en los que mantuvo
los músculos en una mueca agria que es imposible pensarla de otra manera: mi
abuela, creo, siempre tuvo los rasgos suspendidos en la expresión universal que
producen los olores antes de la arcada: mi abuela dedicó su vida a simular que
alguien, alguna entidad incorpórea, tal vez la justicia, se encargaría de que
la boca le segregara una sustancia amarga si faltara a su juramento tácito.
Mi abuela no creyó nunca, casi seguro, que el mundo fuera un lugar
horrible que la obligaba a continuar con esa lógica, a reproducirla porque
desviarse era mostrarse laxo y entonces la dureza del resto, la eficiencia de
su rectitud, el alcance de su integridad aplastaría a los que no supieran o
pudieran enfrentarla: mi abuela no era tan inteligente para saber que la vida
es un estado pasajero que el cuerpo adopta por el bien de la gracia del chiste,
para reforzar el remate: mi abuela creía en ese dios que le colgaba sobre la
cabecera de la cama como creía que la madera de la que estaba hecho había sido
un árbol: con la potencia de una verdad incomprobable. No le hizo falta la
desesperanza, el impacto del vacío, esa sensación de aire en el estómago: mi
abuela fue mi abuela, la madre de mi papá, justamente por no haberlo creído ni
considerado posible: mi abuela vivió segura de que el mundo era un lugar
agradable en el que las injusticias eran obra de la maldad más oscura y
desconfiaba de la gente por su terquedad o cerrazón, por la suya propia, o
porque suponía que era tan importante para el funcionamiento del universo que
grupos organizados se preocupaban por hacerle daños menores, herirla, y no
adoptó la postura militar que adoptó para resistir la agresividad, los males de
un planeta contaminado o prostituido sino porque creía que era la única manera
posible de pararse ante la vida: sería un alivio si hubiera pensado su vida
alrededor de esa idea, blindado contra la fuerza o la furia de esa idea, pero
no: mi abuela creyó el relato que le contaron, y nunca se atrevió no ya a
refutarlo sino al menos a suponer uno diferente para compararlo, para
comprobarlo o reforzarlo.
Mi abuela no fue otra no porque fuera incapaz o no lo deseara sino
porque jamás aprendió, si es que alguien se tomó el trabajo de intentar que lo
aprenda o si se lo tomó ella, que no tenía que comportarse como un interrogador
o un mimo. Si la justicia poética no fuera un invento para explicar el sentido
redentor de algunas casualidades, diría que mi abuela sufrió esos ataques por
haberse condenado a guardarlo todo dentro suyo: por haberse dedicado a callarlo
todo, a ocultarlo entre sus órganos vitales. Pero mi abuela no debe haber
sentido que se guardaba nada, y los sufrió, supongo, por razones relacionadas
con el sedentarismo, la mala alimentación, la suma de las indisposiciones del
cuerpo. Mi abuela quedó casi tiesa en un cuarto invadido por la opacidad pero
con el cerebro más o menos entero, la mente despierta, los ojos abiertos cuando
le dieran ganas y una alimentación de una solidez tan consistente como lo que
usaba para ensuciar los pañales por la suma de lo que hizo y lo que no hizo,
por factores relacionados al comportamiento del organismo, y no por haber sido
la mujer que fue. Mi abuela tuvo que soportar, con el habla en clausura, que
nos amontonemos a su alrededor a darle flores, a anticiparle la muerte los días
que cumplía años: mi abuela, que recuerde, estaba impedida hasta para llorar:
la cara se le contraía cuanto podía y un gemido, un lamento inconfundible le
brotaba desde algún espacio entre el pecho y la garganta, algún lugar impreciso
que la resina de su convicción no llegó a cubrir antes de convertirse o
convertirla en el instrumento mal acabado de un titiritero sin habilidad para
la ventriloquia. Dejé de ir a verla porque no quería que su última imagen fuera
esa, un aviso sobre la decadencia: creí, al decidirlo, que antes había sido
otra. Mi abuela murió casi paralizada y sin poder hablar en una cama que la
contuvo por tres años. Mi abuela murió como si la metáfora, la representación
de su escena final estuviera escrita sin rodeos, como si no fuera una metáfora:
mi abuela murió así, tan explicada que no le habría gustado.
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